Anochece. Una gélida niebla envuelve todo el
parque. Tras el espeso manto, surgen por todas partes cual soles amarillos y
enfermizos, las luces mortecinas de cientos de farolas que parecen mirarme. Y
en esta noche fría con lágrimas de estrellas,
pienso en ti como nunca. Y te imagino alegre, aunque en tus labios rojos se haya
instalado un rictus de perpetua tristeza. Y te veo resuelta, aunque tus bellos
ojos de color avellana conserven todavía ese brillo apagado de nostalgias
antiguas que se afana sin éxito en nublar tu mirada.
¿Dónde estás tú esta noche, adorable poetisa
de versos encantados?
¿En qué rincón bañado por la luna juegas a ser
la ninfa de los sueños prohibidos?
¿Acaso te has quedado dormida, arropada tan
solo por el manto de plata de esta luna redonda que me sigue mirando
irónica y burlona, mientras me guiña su ojo de pérfida hechicera?
¿O tal vez te perdiste entre los altos ceibas
de una selva sombría y solitaria, persiguiendo a la aurora?
¡Qué tristeza en el aire de este frío
diciembre! ¡La niebla se ha llevado los mágicos momentos en que tu corazón y el
mío latían al unísono burlando las barreras de una lógica fría e inhumana,
mientras nos elevábamos majestuosos sobre los negros prados de la mediocridad!
¡Qué frágil es la dicha y que fuerte el
olvido!
La vida nos ha ido enseñando a enturbiar con
ondas de temores la superficie límpida y tranquila del lago de los sueños.
Somos extraños seres que renunciamos a la felicidad por miedo al dolor que
surge cuando la felicidad termina. Evitamos ser dichosos para no sufrir tras la
dicha...
Y así, renunciamos a lo sublime por lo vulgar,
a los sueños por los fracasos. Y nos pasamos toda nuestra triste existencia
creyendo que hacemos lo correcto.
Es ya madrugada. La niebla se ha hecho más
espesa. Apenas se dibujan ya en su lienzo de agua la luces mortecinas de las
tristes farolas. El rocío de la tarde se ha tornado llovizna y un frío casi
helado me golpea la cara.
Es hora de dormir abrazado, como cada noche, a
tu dulce recuerdo.