Ríen abrazados los últimos amantes junto a un mar ahora plácido y casi liberado de miles de ruidosos turistas de ocasión. Apuran los atardeceres de este intenso verano cálido y envolvente entre abrazos y risas. Y en cada nuevo abrazo, se funden en un beso largo y apasionado mientras el sol se muere de viejo a sus espaldas ahogándose en el mar.
Se atemperan las tardes de este septiembre neutro y anodino. Mientras, sus días obreros van torneando una preciosa cuna con madera de hayas, de sauces, de castaños...para el otoño-niño que llegará una tarde cualquiera entre brillos dorados y entre sábanas tibias. Y un viento renovado anunciará, con ráfagas de lluvia, su feliz nacimiento. Nos llegará el otoño con un sol amarillo bajo el brazo y una risa de ámbar transparente que hará brotar, cual manantial divino, el mosto azucarado de las cepas.
Se despereza la luz de la mañana sobre los tejadillos repletos de vencejos soñolientos aún. Más allá de las torres sin almenas, se desnuda la sierra de perennes verdores y se pone su camisón de niebla para dormir un sueño que durará seis meses, hasta la siguiente primavera. Es tiempo de nostalgias, de añoranzas de unos días sin horas y sin prisas que, al igual que las aves migratorias, se escaparon huyendo de los fríos. Es tiempo de reposo, de planes y proyectos para el futuro incierto que, como un tren cansado y renqueante, nos lleva sin remedio, entre enormes volutas de humo negro, hacia el túnel oscuro del invierno.
Los últimos amantes regresan a sus casas de cálidos salones con paisajes marinos que a ratos mirarán con furtivas miradas de ojos entornados. Dejan atrás la playa y se llevan, guardados bajo llave y en cofres de colores, las risas y los besos del verano. Es su mayor tesoro.
El próximo verano volverán para rendir tributo, un año más, al amor, a la vida...