Llueve torrencialmente sobre las
piedras milenarias de la ciudad dormida.
La luz de los focos que iluminan las fachadas palaciegas y las torres desmochadas, se ha vuelto de un color amarillo intenso. Se me antoja el aliento de espíritus inquietos torturados en los siglos más oscuros del medioevo.
Hay un misterio tal en el aire
acuoso de la noche, cuando la lluvia
empapa el alma de esta ciudad sedienta, que hasta el trasiego del escaso tráfico nocturno
parece amortiguarse.
Cada ráfaga de viento
huracanado pareciera golpear la placidez y el sueño de siglos de quietud de la
ciudad ausente. El cielo se anaranja por poniente.
Por el parque desierto, cruza
la sombra errante de un hombre solitario. Quizás vaya escapando del hastío
que supone vivir sin horizontes ni esperanzas. O tal vez sólo huya de su
propio destino.
Golpea furiosa la lluvia contra
los adoquines, arrastrando en su ira las pocas hojas muertas que quedaban
asidas a las ramas de los sufridos plátanos de sombra.
El cielo se desangra en agua
negra y el aire se satura de una humedad perversa que ataca la garganta de la
noche.
¡Qué monstruo inesperado puede
hacerse la lluvia cuando baja sedienta de torrentes!
Esta no es la misma lluvia que en
los postreros días de septiembre regaba suavemente los parterres donde las
margaritas y las rosas sonreían a un otoño- bebé, recién nacido.
Pasada la tormenta, la
ciudad solitaria retornará a dormir su sueño milenario de doncella
encantada.
Y, cuando asome el alba por
detrás de las torres, nos mostrará orgullosa su preciosa silueta de
pétrea desnudez recién bañada y perfumada con las más exquisitas y excitantes
fragancias traídas del último confín del universo .