miércoles, 23 de octubre de 2019

El arroyo


 Eran aquellas unas primaveras de lluvias generosas que inundaban los valles arrastrando monte abajo las cicatrices que se dejó en la tierra la aridez del invierno. Apenas caían las primeras gotas, se formaban hilillos de agua negra que arrastraban la mugre acumulada durante meses en la tierra baldía. Enseguida esos hilillos se juntaban con otros para crecer y descender laderas en forma de regatos alocados que, cual adolescentes fogosos, arrastraban hacia el valle piedras, ramas y matojos ya resecos con los que erosionaban el suelo hasta conseguir encajonar el torrente en un cauce a la medida.
                            
Cuando los regatos llegaban al valle, se unían al padre arroyo que bajaba del norte brincando entre peñascos o deslizándose por suaves desniveles alfombrados de pequeños y blanquísimos cantos rodados. Bajaba aportando al espectáculo de la primavera su propia banda sonora, una cantarina y monótona melodía de dulce sonsonete con arreglos de espuma.

En sus riberas, el trébol extendía retales verdes junto a los serios juncos que, en espigados ramilletes, balanceaban sus escuálidos tallos al compás de la música del agua, hasta conseguir mirarse, presumidos y coquetos, en el espejo del río. Delicadas matas de poleo, de presta, de hierbabuena, bañaban sus raíces en la tierra húmeda de las orillas mientras saturaban el aire con aromas mentolados. Y, en mitad del arroyo, allá donde la corriente se hacía balsa serena, algún nenúfar de flores amarillas jugaba a reposar su bella levedad.

Más adelante, cuando el desnivel del terreno se convertía en pendiente, como en una loca carrera, el agua tornaba a saltar con fuerza por encima de los peñascos redondos con su desbordante alegría de río joven  para caer después formando delicadas cortinas, tan delgadas, que se podía ver a través de ellas el verdor oscuro y misterioso de los musgos asidos a la piedra. Luego, como en una explosión de perlas, estallaba en mil gotitas, mil diamantes transparentes y juguetones acicalados con destellos irisados que pintaba en ellos el sol del mediodía.

Aquellas mañanas de las primaveras de mi infancia junto al arroyo, dejaron en mí un recuerdo tan intenso, con un sabor tan dulce a naturaleza en estado puro que, en más de una ocasión, me ha servido para atemperar el ardor de las heridas que me han ido dejando en el alma, a lo largo de los años, las diarias y resecas batallas por la vida.




6 comentarios:

  1. Qué preciosa narrativa, Jero. Un lugar para volver. Te felicito.
    Abrazos.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. Hermosa prosa poética

    Muy bucólica
    Felicitaciones

    Un abrazo

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  4. Maestro, allá como decía mi abuelo en "las europas", tienen esa felicidad de la primavera, El espectáculo de las fuentes corriendo río abajo, de los quebrachos recobrando su libertad de fluir más rápidamente, debe ser hermoso. Por acá, esa felicidad de siempre, viendo las quebradas discurrir en su lecho, en días soleados, cuando nos escapábamos, con otros niños, y nos dábamos un chapuzón. Qué sensación de libertad. UN abrazo. Carlos

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  5. Fresca narracón, he podido visualizar el arroyo, sentir la frescura del agua y disfrutarla
    Un abrazo
    Carmen

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  6. Gracias amigos por vuestra generosidad en los comentarios de esta entrada.
    Abrazos a todos los que por aquí pasaron.

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